En nuestra experiencia, en el campo de la oncología nos hemos convencido que el cáncer es una enfermedad que no se limita a una lesión orgánica, localizada o generalizada, sino que trasciende los linderos del soma y se adentra por los terrenos de la psiquis y del espíritu, y no tan sólo del paciente, sino también de familiares y amigos, para hacer más funestas sus consecuencias.
En un simposio que hace algún tiempo se realizó aquí en Caracas sobre “El Hombre y el Cáncer”, oímos una frase al insigne escritor venezolano Dr. Arturo Uslar Pietri, que hemos repetido en muchas ocasiones, porque la consideramos bastante acertada. Decía el Dr. Uslar Pietri que el hombre le tiene miedo al cáncer, porque el cáncer lo aproxima a la muerte y en definitiva el hombre a lo que le teme es a la muerte. Por que sabemos que el criterio que predomina en el vulgo, y aún en muchos médicos y profesionales del campo de la salud, es que el cáncer es eminentemente fatal, y ese criterio está tan arraigado, que no ha podido ser erradicado definitivamente todavía, a pesar de las innumerables campañas que se han hecho para convencer al público de que el cáncer es curable.
Pero sí hay que reconocer que esa curabilidad depende de muchos factores, de los cuales, uno de los que más se han divulgado es el diagnóstico precoz, aunque debería decirse más bien, el tratamiento precoz, y más que el diagnóstico y tratamiento precoces, el diagnóstico y tratamiento de las lesiones premalignas. Todo el mundo, tal vez está conciente de eso; pero debido al temor que existe sobre el diagnóstico del cáncer, por el cáncer mismo, las personas aparentemente sanas no quieren someterse a exploraciones diagnósticas que puedan hacerlas llevar a la realidad de que tienen un cáncer, y tal vez, esto sea cuestión a ser resuelta por una campaña educativa más intensa, que alcance al hombre desde su infancia, cuando todavía en su mente no hayan hecho estragos las influencias negativas de la sociedad.
Considerarnos sumamente importante desarraigar el fatalismo de la mente del paciente y de sus familiares, y debe el médico tratante, sin caer en la charlatanería ni en el engaño, que son nefastos, tratar de infundir en ellos la confianza en la curación. Si el paciente o sus familiares se convencen de que existe una posibilidad de curación, que siempre la hay, aunque sea muy remota, puede dárseles a conocer el diagnóstico, en la seguridad de que van a aferrarse a esa posibilidad; pero es necesario insistir en que el médico y el personal paramédico deben estar convencidos de que el cáncer es curable; de lo contrario nunca podrán influir positivamente en el enfermo. Hay que tener en cuenta que en muchas ocasiones se establece un doble engaño: por una parte el paciente, que conoce su diagnóstico y aparenta no conocerlo para no preocupar a sus familiares, y, por la otra parte, éstos que lo conocen y engañan al paciente, lo cual debe evitarse, porque impide el establecimiento de ese clima de confianza tan necesario para la colaboración de uno y de otros en el tratamiento y que, al mismo tiempo, pueden ellos mismos llegar a desconfiar también del personal encargado del caso.
Conviene saber que no todos los enfermos reaccionan de igual manera y, asimismo, que tumores que se han considerado perfectamente curables han mostrado una agresividad extraordinaria y, han provocado la muerte del paciente en poco tiempo, en tanto que, otros considerados incurables, han respondido admirablemente bien al tratamiento. No existe una norma fija y el médico debe orientar al paciente en ese sentido, tratando de que pueda enfrentar su enfermedad con sentido realista y optimista.
Para aquellos que creernos en Dios y estudiamos la Biblia sabemos que la época de los milagros no ha pasado y, en algunas ocasiones, tenemos que conceptuar el resultado obtenido en algunos pacientes como un milagro. Sabemos que hay muchos que no lo creen así, pero debemos reconocer que no todo lo podemos explicar de acuerdo con los conocimientos científicos de que disponemos actualmente y de allí que no se puede considerar absurdo el explicarlo de una forma sobrenatural, en lo cual, la Biblia nos da la razón. En nuestra experiencia nos ha sido de extraordinario provecho la Fe en un Dios vivo, omnipotente, omnipresente y omnisciente y estimular en el paciente esa Fe, para que viva convencido que, por encima de los recursos que la ciencia pone a nuestra disposición, está el poder y la ciencia de Dios para el cual “nada es imposible”. Así lo hemos experimentado y tenemos derecho de transmitirlo. No hablamos solamente por experiencia prestada, sino por experiencia propia.
Dios nos da la seguridad de que con su ayuda podernos ser sanados en cualquier momento, de cualquier enfermedad. Esta fue la experiencia del ministerio terrenal de Jesucristo y también de muchos de sus discípulos y de algunos profetas del Antiguo Testamento, y aceptamos, porque la Biblia lo dice, que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos”. Amén.
Esta seguridad que nos da la Fe en Dios es suficiente para erradicar del paciente y familiares la depresión, la angustia y la desesperación, que sin ningún género de dudas, actúan como factores de mal pronóstico en la enfermedad y, también como, generadores de otras enfermedades.
Y la Fe en Dios nos permite, además, enfrentarnos a la muerte con sentido de victoria y podemos decir como el Apóstol Pablo: ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón; dónde, oh sepulcro, tu victoria?”, porque dijo al Señor Jesucristo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque esté muerto vivirá; y el que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. Cuando enfrentarnos la muerte con esta seguridad de que en Cristo vivirnos eternamente, ya deja de producirnos temor y esto es uno de los elementos importantes para erradicar el fatalismo. La muerte para el cristiano no es más que un momento de transición que nos lleva al goce pleno de la Gloria Celestial. Recordemos las palabras de Jesús al ladrón desde la Cruz: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”.
El médico debe preocuparse, al examinar al paciente, de ir más allá de la lesión orgánica; escudriñar el estado psicológico y espiritual del mismo y de quienes lo rodean y, actuar siempre con sentido optimista como única forma de transmitir optimismo. Por eso al médico mismo debe cuidarse mucho de actuar cuando otras situaciones puedan estar influyendo sobre él de manera negativa. Una palabra cariñosa o una sonrisa; una buena disposición para oír al paciente y a sus familiares; en fin, una mayor compenetración con el uno y con los otras, son de extraordinaria importancia en la lucha contra la enfermedad. No debemos olvidar que además del cáncer, todo tratamiento antineoplásico, tiene serias repercusiones físicas y psicológicas sobre el paciente, las cuales pueden influir en la aceptación del régimen terapéutico adecuado. Por lo tanto, se hace necesario conversar con el paciente, ayudarlo a vencer sus escrúpulos y sus reacciones, haciendo que él tome su tratamiento como un aliado en la lucha contra su enfermedad y ponerlo a colaborar en la forma más positiva, para que su tratamiento se cumpla totalmente en la forma programada.