Es indudable y evidente la gran dificultad práctica en el manejo de la enfermedad física y psicológicamente más traumática y agresiva de la actualidad. El cáncer hace aflorar en todo medio ambiente una serie de sentimientos y conductas que, tanto el médico como el paciente, difícilmente pueden superar. El que tiene o sospecha tener un cáncer, habitualmente presenta un grave conflicto de culpabilidad. Por poco que se hable con él, esto surge con claridad y la importancia de considerarlo y permitirle comunicarse con el médico reside en que estos sentimientos de culpa influyen en tres aspectos de su conducta; provocan negación de los síntomas y llevan al retraso en el diagnóstico y tratamiento. Estimula actitudes de inferioridad, dependencia y sentimientos de rechazo e, inhiben a los pacientes para reestructurar sus esquemas corporales y sociales e impide por ello su readaptación social. Una conducta muy importante, la más trascendente y la más difícil de lograr en la práctica es que el médico escuche y preste atención. En síntesis, debemos aprender con toda urgencia que no solo nuestra ciencia es importante. Nosotros, nuestra personalidad, nuestra conducta y nuestra presencia son importantes y trascendentes en la vida de nuestros pacientes. El cáncer atenta en forma muy evidente a esas estructuras y es comprensible el pánico que despierta en el médico, el paciente con cáncer, sea en forma consciente o no. Por todo esto, una primera medida para encontrar la distancia crítica sería reconocer y separar, cuál es el problema del paciente y cual es el nuestro. Esto parece sencillo sólo para un examen muy superficial. Se propone comprender y separar lo que satisface al médico de lo que es mejor para el paciente y a la comunidad.