Nosotros los profesionales de la medicina estamos intensamente ligados con el proceso del fin de la vida, algunos más, otros menos, constantemente recibimos el reto del paciente moribundo y la difícil decisión de cual camino tomar: “el científico”, donde todos los pasos posibles se dirigen a perpetuar la vida, aunque esta sea solo una manifestación en el monitor especifico, o “el humano”, donde ayudar a bien morir a un paciente terminal, tiene una importancia tan grande como la interpretación tecnológica de la misma. Obviamente una adecuada conjunción de las dos tendencias es la que más beneficia al paciente y a su familia; ese término medio resulta muy difícil de alcanzar.
Recientemente un paciente nuestro de 72 años de edad, con un carcinoma de colon terminal y metastásico, sufrió paro cardiaco en una sala de hospitalización: fue “resucitado” y pasado a terapia intensiva donde luego de 3 días de múltiples sondas y tubos, falleció con una sustancial deuda para su familia; casos como este obligan a reflexión y a la utilización de una orden médica que nunca he visto emplear; se justifica la orden: no resucitar. ¿Dejar morir en paz dignamente sin tubos, sondas, catéteres y monitores? El maestro Augusto León, en su excelente libro Eutanasia Médica, clasificaría esta actitud como eutanasia pasiva ¿Y es que acaso no estamos obligados nosotros, los que cuidamos a estos enfermos, a adoptar tal actitud cuando las circunstancias del caso así lo indiquen?
Por ello, considero necesario al presentarse la ocasión, permitir que cuando la muerte sea un hecho ponderadamente inevitable, la misma se realice, como un hecho natural, lo más humano posible y con dignidad para nuestro enfermo; nuestros pacientes tienen derecho a morir con dignidad y, nosotros estamos obligados a que así sea.