Pese al creciente número de publicaciones relativas al cáncer que vienen, apareciendo en la literatura dirigida a los médicos internistas, la principal intervención de los internistas en el campo de la cancerología sigue estando limitada a referir al cirujano los pacientes en los que se sospecha el diagnóstico de neoplasia maligna.
Pocas veces recibirá, nuevamente, los dos de cada tres pacientes tratados que sufrirán de enfermedad generalizada y, para el tratamiento de los cuales, el internista se sentirá usualmente técnicamente incapacitado y emocionalmente mal preparado.
Sin embargo , en cáncer, como en otras enfermedades, el internista debería mantener su posición central de coordinación de los estudios y terapéuticas y de la asistencia del paciente, a través de toda la enfermedad, hasta la etapa avanzada y, finalmente, en el difícil periodo de la fase terminal y la muerte, en el que usualmente los diferentes especialistas tienden a rechazar al paciente, precisamente cuando esten rotas o trastornadas sus relaciones laborales, sociales y familiares, es más exigente de un acompañamiento médico comprensivo.
Pocas veces nos damos cuenta de que la relación médico-paciente constituye un grupo humano donde ambos componentes están pendientes de derivar un beneficio. En el caso del médico, esta gratificación es, primordialmente, el constatar en el paciente una modificación favorable del curso de los eventos, gracias a la propia participación del médico. Es obvio que una actitud pesimista por parte del internista en relación con lo que puede lograrse mediante la asistencia del paciente con cáncer, le ha mantenido alejado del curso de eventos dramáticos que usualmente se ve obligado a seguir con desgano.
No obstante, es el internista, el médico más acostumbrado a tratar enfermedades crónicas y a aceptar mejorías mínimas y a veces muy pasajeras en lugar de las curas rápidas y totales propias de la cirugía. Esta condición hace del médico psicológicamente más apto para mantener su interés despierto a través de la lenta y complicada evolución que caracteriza a la mayor parte de los pacientes afectos de problemas neoplásicos crónicos.
Dado que el diagnóstico de cáncer incipiente exige de una pesquisa rutinaria en pacientes sin manifestaciones neoplásicas, todo médico debe incorporarse a esta pesquisa. Esto exige en pensar en el tumor como proceso fisiopatológico más que como entidad clínica. Este pensamiento fisiopatológico esta precisamente más enraizado en la formación del médico internista; ha sido la medicina interna la que ha enriquecido el diagnóstico de las neoplasias mediante procedimientos enzimológicos.
El internista debe conocer a fondo las posibilidades, limitaciones y complicaciones de la cirugía, radioterapia y quimioterapia, debe estudiar aquellas características del huésped que aceleran o retardan el crecimiento neoplásico y ensayar modificaciones en el equilibrio orgánico del huésped que, a largo plazo, pueden reflejarse estadísticamente en una mejor sobrevida. Debe conocer a fondo los procedimientos que, en cada localización y tipo de tumor, permiten en la fase avanzada, la prolongación de la etapa de equilibrio físico, laboral y social, a expensas de la etapa terminal.
En fin, como el médico más acostumbrado y menos prejuiciado en el campo de las relaciones psicosomaticas, el internista debe contribuir con su innegable influencia dentro de los ambientes de especialistas al estudio sistemático y científico de las variables psicológicas capaces de modificar las relaciones tumor-huésped.
Desgraciadamente, este cúmulo de motivaciones no está suficientemente al alcance de los programas de pregrado, ni en las residencias médicas a nivel hospitalario. Esta situación, sin embargo, no disminuye la responsabilidad del internista de tratar de adquirir la misma preparación básica en oncología que la que posee en otras subespecialidades médicas que constituyen el amplio campo de la medicina interna.