“Llego hasta ti la muerte, tu enemiga,
Tu antitesis, tu propia negación,
Ella, la entraña seda del terrón,
Y tu, la pulpa henchida de la espiga”
MOS
Todos los hombres sueñan, pero no del mismo modo. “Los que sueñan de noche, en los polvorientos recovecos de su espíritu, se despiertan al día siguiente para encontrar que todo es fantasía. Los soñadores diurnos, mucho más verdaderos, pueden vivir sus sueños con los ojos abiertos a fin de hacerlos realidad”. Eso lo dice Lawrence de Arabia en su libro “Los siete pilares de la sabiduría” y, es extensible a todos los hombres que con los ojos abiertos se han enlazado en un sueño colectivo, cumplido en parte y recomenzado en un lugar distante, a lo largo de la historia de la humanidad.
En esta última manera de soñar podríamos incluir a Gustavo Ott Tovar, ese querido compañero de profesión y de luchas oncológicas que partió sin preámbulos y sin estruendos, dejándonos ese dolor que vuelve jirones el afecto, la solidez del núcleo familiar y la tristeza de los que aquí quedamos.
Su larga trayectoria profesional estuvo signada por una innata preocupación por los problemas sociales que afectaban a las comunidades en forma crónica y que hacían más difícil la prevención, el diagnóstico temprano y el tratamiento del cáncer en nuestro país. Formado en la escuela del Hospital Vargas, el Padre Machado y el Instituto Diagnóstico, precozmente integró con su mentor, Rubén Merenfeld, un dúo que llenó gran parte de la titánica empresa empeñada en educar y enseñar a prevenir ese complejo grupo de procesos deletéreos englobados en el término de enfermedades malignas. En esa instancia le daba igual ocuparse de las funciones más elementales que asumir con firmeza y tino, como los más encumbrados cargos gerenciales, merced a la vocación de servicio que llevaba adentro. Además de radioterapeuta, su especialidad básica, se fue convirtiendo, con el correr de los años, en un perito de la oncología, figurando en forma rutinaria como integrante de numerosas juntas directivas y cargos direccionales.
Por otra parte, Gustavo tenía el don de la caballerosidad. Su figura simpática, su rostro de niño parameño, su afabilidad a flor de piel, le granjearon el cariño de todos los que lo conocíamos y compartimos con el, inolvidables veladas en los extramuros de los congresos oncológicos. Allí la alegría que lo desbordaba, la cordialidad del hombre que no conoció el odio ni el egoísmo, lo hacía incompatible con la tristeza y la estulticia.
Como buen ciudadano aprendió el valor de las cosas sencillas y consideró que el balance final debe hacerse entorno a los demás elementales: el aprecio mutuo, la honestidad y la solidaridad. Si hoy nos preguntamos cual es el aporte de cada quien, podemos concluir que Gustavo tuvo una causa por quien luchar y a la cual se entregó a plenitud; dio afecto y dedicación a su familia y dejó una semilla que pudo germinar. Tuvo la dicha de entregar el testigo a su hija Sara, promisoria figura de la radioterapia nacional.
Ya habrá tiempo para ponderar su contribución al desarrollo de la oncología venezolana y, si es que no se hiciese, por la madera olvidadiza de que estamos hechos, su obra quedará en la memoria del Hospital Padre Machado, la Sociedad Anticancerosa, el Instituto Diagnóstico, el Hospital Vargas de Caracas, los congresos de oncología y de radioterapia, revistas especializadas y, en los sólidos conocimientos que inculcó en sus discípulos.
Gustavo Ott nos deja en medio de unas circunstancias de indecible tribulación para la humanidad entera, pero también para nuestros pequeños mundos. Es como un tiempo de presagios adversos que el solo hecho de imaginarlos, nos sobrecoge. Al final me provoca decirle, querido amigo: como aquel Menelao irás al extremo de la tierra donde jamás hay nieve, ni invierno crudo, de sonoro soplo, para dar a quienes allí habitan, frescura, gozo y plenitud.